De cerebros, genes y metáforas de la ciencia
De cerebros, genes y metáforas de la ciencia
Antonio Fernández-Rañada
(Diario La Razón, Madrid, sección La primera, 12 noviembre 1998, p. 5)
La metáfora es un elemento importante de la ciencia. Lo podemos ver en tantas palabras suyas con origen metafórico, así espectro de colores, energía, campo, efecto mariposa o agujero negro.
Una metáfora consiste en afirmar que dos cosas son iguales, aunque sabemos muy bien que no lo son. Sorprende que este aparente sinsentido tenga una eficacia tan grande, sin duda porque la mente, obligada a oscilar entre lo que las dos cosas tienen de parecido y de distinto, entra en un estado receptivo que la predispone a descubrir aspectos inesperados de esa realidad.
El ejemplo más famoso de metáfora científica está en la historia de Newton y la manzana. Al verla caer de un árbol, Newton sintió una iluminación: ¡la luna es una manzana! ¿De dónde pudo venir una idea tan absurda? Porque las dos, luna y manzana, estaban cayendo en la gravedad de la tierra; de distinta manera, pero las dos caían. La fecundidad de esta metáfora fue tal que de ella surgieron, nada menos, las leyes del movimiento, la gravitación universal y la entonces extraña idea de que la materia obedece las mismas leyes aquí abajo en la tierra y allí arriba por todo el cosmos.
Pero, aunque las metáforas literarias y las científicas surgen de procesos mentales parecidos, deben usarse de modo muy distinto. Las primeras tienen que mantener su capacidad de sugerencia y para ello es necesario que permanezcan abiertas. Si Neruda compara a la soledad con una moneda traidora o dice que la alegría es una ráfaga quebradiza, no tiene sentido analizar cuán objetivas sean esas asociaciones, pues se sitúan en el mundo necesariamente ambiguo de lo subjetivo y allí deben permanecer.
Con las metáforas científicas se opera de otro modo: hay que cerrarlas.
Quiero decir que, una vez que han abierto un camino o levantado un velo, es necesario reducirlas a lo que tienen de objetivo y comprobable, en lo que todos estén de acuerdo. Por eso hay que guardarse mucho de confundir una metáfora científica no cerrada con una identidad. O sea, que si las metáforas literarias deben mantener su intensidad, conviene que las científicas se enfríen. Por eso Ortega, tan entendedor de estas cosas, decía que las metáforas literarias van del menos al más y las científicas, del más al menos.
No hablamos de una cuestión académica: no entender estos usos ha llevado a errores graves en la interpretación de la ciencia; me temo que lo está haciendo de nuevo. Así ocurrió con la metáfora del universo reloj, tan popular en el XIX. Ante la regularidad de los movimientos de los planetas, en apariencia completamente determinados, la analogía resultó inevitable. Tomándola por identidad, se dio en pensar que el determinismo de los astros servía de modelo de todo, incluyendo el orden social y personal. Forzar la metáfora sirvió de justificación absurda a los historicismos del XIX, el marxismo entre ellos, o sea a la creencia en leyes sociales inexorables por las que estaría determinado el futuro de las sociedades humanas y a las que debemos someternos. El cliché resultante contribuyó también al descrédito de la Modernidad, porque nos condujo a un mundo hostil y frío, en el que estaba rota la antigua alianza entre el hombre y la naturaleza de la que hablaba Monod o en el que el tiempo es tan sólo una ilusión, en palabras de Einstein. Pero hoy sabemos que no es así, que el futuro no está escrito en parte alguna y que el universo no es un reloj por mucho que algunos de sus subsistemas lo parezcan durante periodos de tiempo.
Viene esto a cuento porque hay dos metáforas hoy muy populares con las que podría repetirse la historia. Hablo del cerebro como ordenador y del gen egoísta.
Las dos están modelando la concepción que muchas gentes tienen de sí mismas y del mundo, como así lo hacía la del universo reloj en el XIX.
Tomemos la primera que, al pie de la letra como lo hacen algunos, dice que nuestro cerebro es un ordenador igual que los demás salvo por la diferencia de estar hecho de carne. Es evidente que se trata de una metáfora en desarrollo que no ha podido aún ir del más al menos, como pedía Ortega, por la simple razón que todavía no sabemos lo bastante del cerebro. Se trata de una hipótesis de trabajo, sujeta aún a prueba. Muchos científicos no creen en ella o, al menos, dicen que hay que esperar. Sin embargo la metáfora ha ganado la batalla social y muchos la toman ya como identidad evidente y probada. Lo malo es que insiste en algo que dio ya muy mal resultado: la identificación de inteligencia con razón, con menoscabo de otras facultades mentales como la intuición, la analogía, el sentido común o el humor. La memoria humana, creativa y elaboradora, se vería relegada al papel de simple almacén. Por eso, incluso si se llegase en el futuro a un ordenador como nuestro cerebro, la identificación actual lleva claramente a empobrecer el pensamiento.
Algo parecido puede decirse de la metáfora del gen egoísta. Es una manera expresiva de enunciar una idea interesante: que los verdaderos sujetos de la evolución no son los individuos, los animales o las plantas, sino sus genes. Pero tendrá que pasar tiempo antes de cerrarla, si se llega, por lo que hay que ser cauteloso con ella y no tomarla al pie de la letra para no caer en sinsentidos. Si la metáfora del cerebro ordenador, tomada como identidad en el día de hoy, empobrece el pensamiento, hacer lo mismo con la del gen egoísta afecta inevitablemente a la ética, lo está haciendo ya. Tengamos cuidado con las metáforas de la ciencia.